EL VIAJE ENTRE RUSIA Y LA ARGENTINA

 

1- Relato del Sr. Mauricio Chajchir

 

2- Relato de la Sra. Ana Goldman de Bolotin, viuda de Saul Marchevsky, de David de Naum, madre de Laura Elena y de Daniel (Buchi), de su libro "El hoy y el ayer"     

 

1- Relato del Sr. Chajchir                                                                                             

Siempre buscando informacion y antecedentes históricos sobre la llegada y el asentamiento en Mendoza de los abuelos Marchevsky, tropezamos con esto. El Pampa es el segundo barco que se considera como habiendo traído masivamente inmigrantes judeorusos a la Argentina, dentro de la campaña iniciada por Julio Roca y con la intervencion del Baron Mauricio Hirsch. El primero fue el Weser (los abuelos no están en las listas de ninguno de estos barcos).

El relato no es alegre, pero creo que como muchos otros testimonios tiene valor. No es de los abuelos pero podría haber sido.

El relator viajó efectivamente en el Pampa escapando de Crimea.

VIAJE AL PAIS DE LA ESPERANZA. RELATO DE UN VIAJERO DEL PAMPA.

POR MAURICIO CHAJCHIR

Estos son los recuerdos inéditos de Mauricio Chajchir que a los 10 años llegó a la Argentina con sus padres y dos hermanos, Rebeca y Luis, en el barco Pampa.

Mauricio (Mordejai Bejar) nació en 1881 en Kerch, Crimea (región de Krimchak) y murió a los 90 años en 1971 en Entre Ríos. Su padre fue Moisés Chajchir y su madre fue Sima Korchuk.

Agradecemos a su sobrina, la Sra. Dora Daichman, que reside en Paraná habernos facilitado el cuaderno original de dichas Memorias, para su consulta y reproducción. De dicho cuaderno se reproduce un fragmento. Estas memorias fueron iniciadas el 18 de julio de 1954 y se escribieron con interrupciones hasta el año 1970.

 

LA HUIDA DE RUSIA

Corridos por los embargos y la miseria abandonamos Crimea y cruzamos al Cáucaso. De ahí papá nos llevó a Turquía. Me acuerdo que pasamos el puente que une Europa con Asia.

El tráfico era grande y el puente no era giratorio como el de Avellaneda, sino que los barcos tenían sus chimeneas movibles, para plegarlas cuando pasaban por debajo del puente.

En esa fecha (octubre 1891) empezaron a congregarse allí judíos de todas partes de Rusia con miras a seguir viaje a Palestina empujados por los pogroms. Pero los turcos, que eran dueños de la Tierra Santa, cerraron las puertas de Palestina. Muchos alcanzaron el puerto de Jaffa. Contemplaron con la vista la Tierra Prometida. No los dejaron entrar! Tuvieron que volver a Estambul.

Por ese entonces se abrió el comité del Barón de Hirsch. Fue una salvación para los judíos y empezó el registro de las familias. Aceptaban solamente familias con hijos varones. Los que no los tenían, se daban maña. Hacían inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba...

Hubo una lucha en mi familia para adoptar una decisión a favor del viaje. Mamá alegaba: ¡Apartarse de nuestra comunidad! ¡Trasponer frontera, mares...! Y lloraba, lloraba, lloraba.

Por fin se decidió. Fuimos al comité, esperamos turno y entramos.

En la mesa estaban tres personas. Se sorprendieron cuando papá empezó a hablar en ruso. Uno de ellos hablaba ruso. Empezaron a discutir en francés. Por fin le dijeron:

-Dudamos que Ud. sea un yid (judío)
Y empezaron a examinarnos:
-¿Qué dice al levantarse por la mañana?.
Molde ani lefonejo...

Entonces le preguntaron que decía al acostarse. Papá se lo dijo. Continuaron con otra pregunta:

-¿Cuales son las fiestas judías del año?. Papá les contestó y entonces el hombre dijo: -¡Debolne! Aceptado.

Empezó la inscripción, éramos cinco en total. La abuela y el tío Pinjas debían volver a Crimea.

 

EN VIAJE A AMÉRICA

El Barón de Hirsch había alquilado un buque de carga para trasladarnos a la Argentina. El barco se llamaba Galatz y era de bandera francesa.

Eramos unas doscientas ochenta familias, en total unas mil quinientas almas: judíos polacos, lituanos, de Odesa, de Ucrania y no sé yo cuantos otros países, todos ellos de distinta pronunciación y diferentes costumbres. Y entre ellos, nosotros, una familia krimchak (de Crimea).

Era una quincena después de Zimjás Torá (1891). Dio la coincidencia que correspondía al capítulo de la Torá que habla de Noé en la lectura del sábado. Y por chiste decían que el Galatz se parecía al Arca de Noé porque el pasaje iba en bodega en constante agitación.

Nos despidieron con grandes hurras. La colectividad judía con oraciones y bendiciones y el barco empezó a deslizarse por el Bósforo y los Dardanelos, para salir al día siguiente al Mediterráneo.

El cuarto día, 6 de jeschvan, empezó la tormenta con lluvia huracanada. El buque se hamacaba cada vez más fuerte.

En la bodega el pasaje empezó a rodar mezclándose con los bultos y fardos. Se levantaban olas de casi ocho metros de alto, que barrían la cubierta y se metían en la bodega cubriendo con agua salada a los niños y mayores. El capitán hacía todo lo posible para salir adelante, navegando en zigzag para tratar de que no zozobrara el barco.

De repente llegó una orden urgiendo a todos los varones a subir a cubierta para rezar.

Rezaron los Teilim (salmos) de memoria, con tanto fervor como nunca más he visto en mi vida. Entre nosotros venían tres hermanos Kaplán. El menor de ellos estaba entre los mástiles, seguramente agarrado para no caerse, y al romperse un palo le pegó en la cabeza y lo mató.

Después de tres días cesó la tormenta y amaneció un día de sol. Salimos a cubierta a secar las ropas, mientras los marineros barrían y limpiaban los objetos destrozados.

Al día subsiguiente divisamos la ciudad de Marsella. El viaje duró 8 días en lugar de los 4 estimados y muchos de los viajeros empezaron a festejar el 6 de jeschvan en reuniones familiares por años, por el milagro de haberse salvado del naufragio.

En el puerto había tres delegados del Barón Hirsch para darnos la bienvenida, pero los viajeros estaban furiosos, cansados y con frío y les contestaron a los gritos, echándoles pestes y maldiciones. Entonces nos propusieron trasladarnos a un transatlántico de pasajeros, pero la mayoría se negó y reclamó ropa y frazadas.

Los delegados se fueron y regresaron al rato con una carrada de frazadas y ordenaron a las familias ponerse en fila para recibir las mismas. Al principio fue todo ordenado pero luego empezaron a tironear del carro y a sacar de a 3 o 4 frazadas. El repartidor se vio rodeado y se perdió. Y se desató la arrebatiña...

 

¡¡¡¡A LA ARGENTINA POR TREN!!!!

Horas más tarde se presentaron los delegados con un nueva propuesta.

" El Barón de Hirsch los va a conducir a la Argentina por tierra, en tren.."

Entre nosotros había una minoría que sabía algo de geografía, pero se mordieron los labios. Los más aceptaron. Se oían voces que decían:

¡Vamos a la Argentina! ¡Vamos a la Argentina! ¡Vamos en tren!

Se dispuso la marcha. Fuimos a pie a la estación que quedaba al otro lado de la ciudad. Nos hicieron formar en fila de a cuatro, con comisarios de columna.

Según mis cálculos la fila podía tener unos 300 metros desde la punta a la cola. Los franceses nos miraban desde sus ventanas y balcones. Y bien, nos esperaba un tren.

Después de embarcarnos en los vagones, el tren salió enseguida. Papá contó, cuando pasamos una curva, 21 vagones de pasajeros y 3 de carga en los cuales iba nuestro equipaje

Ibamos a Burdeos. ¿Todos lo sabían? No sé. Los pocos geógrafos argumentaban que como el Barón de Hirsch era muy acaudalado, todo se consigue con el oro. Así que afirmaron que íbamos en tren a la Argentina.

Atravesamos Francia a todo lo ancho.... Recorrimos algo menos de 1000 kms. En las inmediaciones de Burdeos nos hicieron bajar en un establecimiento, eran las bodegas del Barón de Rothschild para descansar, reponernos y también lavar la ropa porque, según decían, la gente se rascaba mucho. Hicimos un alto durante un par de días.

Luego fuimos a Burdeos donde nos alojaron en un depósito muy grande. Estaba según nos dijeron al lado del puerto, él que no se veía, sino una playa muy grande.

A unos 500 metros se veía fondeado el Pampa, que no parecía un barco pues no se le veía la chimenea!

Hubo casi un amotinamiento pues no querían embarcarse, pero al final a lo largo de todo el día fuimos trasladados en una balsa al Pampa.

Este alzó su chimenea y partimos!!!

Omitimos la narración del viaje en el Pampa, pues es palabra más o menos la descripción de una clásica travesía en un barco de inmigrantes, lo único especial era que llevaba unas 5 o 6 vacas en cubierta para ser faenadas por el Schoijet y tener carne kosher cada tanto, pero muchos no la comían pues las ollas era treif (impuras). Así se cumplió la travesía oceánica.

 

DE LA CASA DEL INMIGRANTE A MIRAMAR

No recuerdo en que puerto atracó el Pampa. El caso es que nos esperaban varios tranvías a caballo para trasladarnos a la casa de los inmigrantes en la cual nos dejaron en cuarentena.

Eran otros tiempos. Ninguna exigencia de pasaporte, ni cédula, ni llamada. Todo inmigrante era bien venido. Solamente el funcionario hacia el recuento del pasaje según las listas que traía el Capitán. Tampoco se revisó el equipaje, tantearon algunas maletas con la mano preguntando que llevábamos. La caravana siguió adelante. Al frente iban los tranvías y a los costados todo lo demás que no cabía en los vehículos, en carros que cargaban con los equipajes. Tranquilidad en las calles.

Parecía que los porteños hacían la siesta.

Nos acomodamos en la casa del inmigrante. Eran los días de Janucah. Uno que otro probó encender velitas, pero venía el sereno y las hacía apagar. Se le trató de explicar que era un asunto religioso, no lo entendía hasta que al final dio su aprobación.

No sé de donde surgió la versión que los cocineros y personal eran judíos españoles y por consiguiente todo era kosher.

Y, ¡ah! por primera vez durante todo el viaje, todo el pasaje disfrutó de una buena cena. Al día siguiente una comisión de mujeres fue a investigar a la cocina para ver si salaban la carne y se encontraron con una cabeza de cerdo sobre la mesa. Volvieron amargadas y trataron de vomitar lo que habían comido la noche anterior.

La cuarentena no era rigurosa. Podíamos salir y volver antes de la seis. En una de esas salidas, con mamá observamos que los porteños fumaban chupando una especie de narguile, pero no salía humo. Claro, ¡era el mate!

Se me corta la memoria y aparece de nuevo la estación de ferrocarril del pueblo Miramar .

Muchos carros playeros nos esperaban para llevarnos al Hotel Atlántico, que distaba una legua y media, donde acampamos durante tres meses. Allí dejamos 3 sepulturas...

Nos bañábamos en la playa, que era solitaria y despoblada, en traje de Adán. Había que andar 50 metros para que el agua nos llegara al pecho.

Yo sí que tomé clandestinamente un vaso de leche. Un día nos juntamos tres muchachos y fuimos por una senda a una casita, de la que habíamos oído que convidaban con leche a los visitantes. Fuimos repitiendo todo el camino la palabra leche para no olvidarnos. Llegamos, el más grande de nosotros dijo -leche-, largaron una carcajada y nos dieron un vaso de ella a cada uno. Como no sabíamos como decir gracias, hicimos una reverencia en señal de agradecimiento. Y hubo más carcajadas. No dijimos nada a nuestros padres.

Quiero cerrar este capítulo del Hotel Atlántico diciendo que lo que recuerdo de allí y lo conservo aún hoy día, es el gusto del té recocido y endulzado con azúcar negra, la que no era refinada y que hoy la llaman azúcar rubia. Ah!, hasta hoy me parece que siento el gusto y el olor del té recocido con azúcar negra.

DE MIRAMAR A ENTRE RIOS

Los recuerdos se interrumpen. Las imágenes reaparecen en el Río de La Plata. Todos nosotros estamos en un vapor de la compañía Mihanovich, accionado a paletas. Estamos entrando en el puerto de Concepción del Uruguay. No recuerdo como salimos de Miramar. En Concepción nos alojaron a la mitad en vagones de carga, la otra mitad siguió viaje en el mismo vapor hacia Colón para ser llevado en carros a San Antonio. En los vagones acampamos diez días pues no pudimos seguir viaje porque las vías entre Caseros y Herrera estaban obstruidas. Al fin llegó el día de la partida. Engancharon una locomotora a nuestros vagones y emprendimos viaje a 1º de Mayo que hoy se llama Villa Mantero. Y con los matzes a cuesta como si fuéramos los Bene-Israel, vagando desde Egipto en busca de la Tierra Prometida. Muchos de los viajeros hallaban más comodidad sentados en las puertas de los vagones con los pies hacia afuera. Pasando Caseros, el tren se detuvo, había unos dos mil metros de vías obstruidas. Nos hicieron bajar a todos y el tren siguió despacito. Nosotros lo acompañámos a pie.

 

VILLA MANTERO

No me acuerdo del desembarco, pero voy a describir el lugar donde nos detuvimos unos dos meses, a 2.500 mts. de la estación hacia el Norte y pasando un arroyito estaba ubicada la estancia. Había un edificio con altos y otro más chico al lado. La cocina era grande y tenía un horno casi de panadería. Un galpón muy grande, caballerizas y enramadas, más varias casuchas en el patio. El Barón Hirsch la compró tal cual, con todo. Toda la peonada se quedó, con sus lazos y boleadoras y cuantas cosas más había.

El inglés que la vendió se fue, aparentemente sólo con la ropa puesta pues hasta sus muebles estaban en los altos. Allí se acomodó el administrador, llamado Schleizinguer, judío alemán soltero. Nos acomodaron a todos entre las casuchas y los recovecos, improvisando y dividiendo con biombos los establos.

Uno de éstos nos toco a nosotros, pero mamá consiguió cambiarlo por un lugar en la cocina, pues estaba embarazada.
Festejamos el primer Seder de Pesaj, a la usanza tártara. Pero otros muchachos que escuchaban nuestras oraciones en el idioma krimschak se rieron de nosotros pues les parecieron ridículas.

Nos habían dado matze para cuatro días, por lo que una delegación viajó a Villaguay y regresó al otro día en el tren con 5 bolsas de harina.

De inmediato, al primer día hábil de la semana de Pesaj, jal-amoed, mejor dicho la noche antes; calentaron y amasaron con palos improvisados. Una espuela de bota que se quitó un peón sirvió para cortar las hojas.

A la mañana siguiente se repartió el matze por unidades según la cantidad de personas

A la mañana siguiente se repartió el matze por unidades según la cantidad de personas. Y se armó la trifulca que fue solucionada por el Schoijet, al decir que el matze era cosa sagrada y no comida común.

A partir de ahí se terminó la cocina en común, cada familia recibía los ingredientes y se cocinaba para ellos.

.........El nacimiento de mi hermano Abraham no fue registrado, no recuerdo ni el día ni el mes. Sólo sé que fue entre Peisaj y Sheuvot, en la Zefirá, del año 1892.

El bris (circuncisión) fue realizado con gran pompa, había mohel y el administrador fue el padrino. Por eso lo llamaron también Mendel por un antepasado del administrador.

Recién a los 6 o 7 años la gente se dio cuenta que todo hijo nacido en la Argentina tenía que ser anotado. Pero no se los podía intercalar en los libros, así que había que hacer el trámite en Villaguay. Mi padre anotó así a mis tres hermanos argentinos el mismo día.

Hay algo más, a las salida de la estación, al lado de un puentecito, había unos puestos, donde pusieron a los que no cabían en la estancia y allí se alojaron dos familias mujiks de habla rusa que se habían convertido al judaísmo y formaban parte de los pampistas. Estos mujiks trazaban los surcos muy rectos y no dejaban mojones. Papá los frecuentaba siempre y me llevaba a mí.

A DOMINGUEZ Y DE AHI A ROSH PINA

De la partida de la estación no me acuerdo. Pero sí, ya en Dominguez a la bajada del tren, cuando la muchedumbre se disponía a retirar sus equipajes sin orden ni disciplina.

En Dominguez, por toda población había el edificio viejo del Fondo Comunal y el galpón que era de don David Patin. En ese galpón nos alojamos todos unos doce días.

Nuestro grupo se había reducido a sólo 24 familias que estaban destinadas a la colonia Rosh-Pina. En las cuatro líneas, Even Arosch, Kiriat-Arba y en dos más hacia Balvanera, ya hacía tres meses que estaban en sus lotes, instaladas unas 130 familias poseedoras de unas 50 has. cada una.

En el galpón se declaró no sé que clase de peste, así que vino el médico que la JCA tenía en Balvanera y al día siguiente llegaron los remedios desde Villaguay.

Y llegó el día de la partida. En 8 carretas tiradas por tres yuntas de bueyes nos trasladaron a los lotes que después se llamaron Rosh-Pina.

Era un día de mayo, de mucho calor y sofocante. Se acomodaron a los gringos en las carretas, mujeres, hombres, niños, cachivaches, leña y además 8 chapas de zinc para cada familia, para hacer las viviendas pues en el lugar no había absolutamente nada.

Todos iban arriba en las carretas.

¡Que lástima que no sacamos una foto!

A las diez arrancó la caravana en dirección al lugar. No había alambrado alguno.

La primera carreta volteaba los cardos altos que crecen en tierra virgen.

La última ya marchaba por una huella. Luego nos sirvió para ir hasta la estación. En la punta donde iba a ser la colonia que es hoy, frente a lo que es la casa de los Bekenstein se armaron las carpas, una para cada familia. A eso de la medianoche se largó a llover. Por suerte no era fría. El temporal siguió como unos ocho días. Cuando paró el temporal la JCA mandó maderas de sauce y blanquillo, también paja. Un capataz con varios peones empezaron a hacer los ranchos. Las paredes tenían que hacerlas los mismos colonos con adobes o de chorizos según el gusto. Algunos se ingeniaron para hacer las paredes cortando adobes directamente de la tierra húmeda y colocándolos con las raíces y pasto que aún tenían. Y estos transformados en paredes seguían creciendo. Nuestro rancho era la quinta casa empezando desde los Bekenstein.

¡Que raro! Hoy 18 de julio de 1954 coincide con aquellos días bajo la carpa, mientras llovía sin parar.

Hoy también llueve ininterrumpidamente. Pero hay una diferencia entre aquella lluvia y ésta. Aquella era en el desierto y yo estaba bajo una carpa. La de hoy cae en una ciudad, Villaguay.

Y yo estoy en un chalecito cómodo, con todos los adelantos de la técnica, radio, calefacción, luz eléctrica, rodeado de los manjares más exquisitos que da la tierra.

Mauricio Chajchir

 

 

Mauricio tenía 77 años cuando inició estas Memorias y las terminó en 1970 a los 89 años.

Página 126 de las Memorias de Mauricio Chajchir.

El Cuaderno empieza en la página 35 y está escrito hasta la 128, salvo dos páginas en blanco, en total 91 páginas. En esta página 126 que aquí se reproduce dice:

"Año 1970"
"Todo principio para un joven es fácil, en cambio para un viejo es difícil en postrera edad....Pero la tersera generación no lee ni entiende en idisch. En mi mente revolotean los cuatro idiomas Ydisch, schpanisch, rusisch, y krimchaquis.

Ahí en mi terrunio vivian mis antipasados, cumplían los preceptos judíos y morían confiando en el mundo futuro. Así en una carta que me escribe un primo mio, después de la primera guerra dice: muy pocos krimchaques han quedado, el hambre y las pestes han hecho un estrago. Luego Ben-Zeví dice en su libro "Tribus perdidas": en la segunda guerra los natzis aniquilaron por completo nuestra comunidad, una pequeña porción se salvaron a Israel, en los alrededores de Jerusalem.

Por cuanto a Don Moisés Chajchir, que tuvo la audacia de mezclarse entre los Aschquenasim e inscribirse para emigrar a la Argentina, entre gente que no conocia su idioma ni sus costumbres, y salvarnos de la Hecatombe... merece dignamente su acción de arrojo y que descanse en paz en su tumba, su alma perdurará entre sus descendientes. (Yo de mi parte lo recuerdo en cada yurtzait)"

 

En la página 127 (la penúltima) dice:

Por cuanto Don Isidro Daichman merece entrar en los anales del recuerdo (según relatos de él). Vino escapado del Srizib reclutamiento ruso, trabajó como peón en molinos harineros, idem en las vías de ferro-carril, luego intentó con un socio un pequeño negocio, le fue mal, no prosperó, cayó en Dominguez bien "empilchado" y con un poncho.

Una muchacha, que ordeñaba en un corral, con los familiares, le llamó la "atención", después de varios "tira y afloje" se casó con ella (1)No menos es su audacia en formar la "Dinastía Daichman", hizo esfuerzos para mandar llamadas a sus familiares de Europa, ayudándolos aquí materialmente, estos deben dedicar buenos conceptos a su memoria y recordarlo en el día de su yurtzait (2), idem a mi hermana Rivca. Podría dedicarle a Ischie (3) este chiste: "cazaste tu América por la guampa" "tus puños rompieron la guampa del éxito "Una leyenda talmúdica dice: D's arrojó del cielo una espada y un libro, el judío agarró el libro y el goy (4) agarró la espada..

(Sigue media página más)

Notas: 1- esta muchacha era Rivka Chajchir, hermana menor de Mauricio y madre de la Sra. Dora Daichman).
2- aniversario del fallecimiento de una persona en fecha hebrea 3- apodo de Isidro Daichman
4-"goy" gentil, cristiano, Roberto y algún otro Marchevsky "in law".

 

COMO SE DIJO AL COMIENZO, NO TENEMOS RELATOS DEL VIAJE DE PEDRO, MAYORGA O NAUM. ESTE NO ES DE ELLOS. PERO PODRIA HABER SIDO. NO HAY MOTIVOS PARA QUE HAYAN SIDO DIFERENTES.

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2- Relato de Anita Goldman

 

Aquel viaje en tren

 

La memoria es un mágico duende que vive en nosotros, nos encadena al pasado y lo trae a la vida, tan fresco y lozano como si todo estuviera transcurriendo ahora. Se repiten no sólo los hechos, sino las emociones que despertaron.

Volvemos a ver colores y sentir perfumes que ya murieron hace muchos, muchos años, pero que en nosotros siguen vivos y frescos, guardados en la memoria, que nos los brinda cada vez que apelamos a ella.

Y aún suele ocurrir que sin desearlo vuelven recuerdos dolorosos o tristes, que preferiríamos haber olvidado para siempre.

Los bosques, las praderas verdes, o amarillentas o blancas, según las estaciones. Las frutas de esa región de Besarabia donde nací y que tan tempranamente dejé sin retornar jamás. Nunca volví a verlas, sino con los ojos de la memoria.

Beltz, mi ciudad natal, con sus calles empedradas y sus edificios de tres o cuatro pisos en la arteria principal y en algunas transversales.

No estaba lejos del centro la casa de mi abuelo. Allí vivimos con mamá y mi hermano cuando mi padre se fue a la Argentina.

Callecita en declive, que en invierno con su gruesa capa de nieve nos permitía deslizarnos una y otra vez en una rústica caja de madera con patines, de un extremo al otro y volver al comienzo.

La casa del abuelo, con el frente principal a la calle, sombreada en verano y nevada en invierno y su patio interior, cerrado por una empalizada de madera que daba a un callejón angosto y misterioso al que no debíamos salir y que por supuesto era objeto de nuestras fantasías y deseos.

Las estaciones eran muy diferentes. Cada una nos traía sus juegos y sus comidas especiales. La nieve abundante nos permitía no sólo deslizarnos por la pendiente, sino también hacer verdaderas batallas campales y construir muñecos más grandes que nosotros mismos en los patios traseros para competir con los chicos vecinos.

Luego, al atardecer, cansados y con las mejillas rojas por el frío, entrar a la cocina y sentarnos cerca del horno para comer nueces recién tostadas y una sopa calentita y sabrosa.

Y es la memoria la que invariablemente, cada vez que estoy frente a un tren, me hace ver de nuevo aquel otro trencito incomparable, en el que partí de ese mundo conocido y tan querido, rumbo a la lejana Argentina, a la que me unía únicamente mi padre. Él estaba allí.

Con su locomotora humeante y el silbato que desgarraba la soledad de los campos, jadeaba en cada cuesta como si fuera la última vez que pudiera hacer semejante esfuerzo. Los vagones con sus paredes y asientos de madera pulida, brillantes de limpios. Y la gente.

Recuerdo la gente. ¡Tan amistosa! ¡Tan amigable! Unidos en la inmensa aventura de dejar el terruño, en pos del sueño de una vida más fácil, con horizontes más amplios y con libertad.

Los tíos y amigos subieron con nosotros al trencito de juguete y nos acompañaron por más de una hora, para hacer la despedida menos dolorosa. La ciudad también nos despidió, especialmente decorada con los primeros copos de nieve de ese invierno temprano.

Todo se iba cubriendo con un manto tenue que quería ser blanco y no podía disimular las manchas marrones.

Dos estaciones pasamos juntos y en la tercera se bajaron, con los ojos enrojecidos y los pañuelos en las manos.

Esa era la manera en que se despedía a los seres queridos entonces. Mi papá también tuvo la misma cuando se fue a América dos años atrás.

Yo era su regalona y estaba segura que me llevaría consigo, ya que se había hablado largamente del asunto y estaba convenido: debía viajar con él para cuidarlo, lavar su ropa y prepararle la comida. Total, a los cuatro años todas las cosas son posibles. Aunque a veces me asaltaba un secreto temor, porque yo aún no sabía cocinar.

Pero no viajé, tuve que bajarme con los demás en el punto convenido y dejarlo seguir solo. Sufrí por su partida y por el engaño. Había sido solamente un juego de los mayores.

El único que pudo comprender mi pesar fue el abuelo. Cubriéndome de mimos trataba de aliviar mi dolor con el suyo. Eramos dos con el mismo sentimiento.

Nunca olvidaré al abuelo, el viejo patriarca con su larga barba blanca, presidiendo la mesa en las festividades o llevándome de la mano en algún paseo, o en aquella noche que descubrí que mi mamá y mi hermano me habían dejado sola y mi llanto llegó hasta su cuarto.

Vino por mi, me cobijó en sus brazos y yo seguí llorando, cada vez más quedo, hasta quedarme dormida con la cara cubierta por sus barbas y así me tuvo, hasta que regresó mi madre del paseo.

¡Mi abuelo! ¡Solo sin mi!

¡Cuánto más triste iba a estar! ¿Quién jugaría en sus brazos y con su barba, tan suave y con olor a limpio?

Le rogó tanto como pudo a mi madre para que no se fuera llevándose sus únicos nietos. Pero fue inútil.

Ella prefirió reunirse con su marido en un lugar distinto que les permitiera de verdad empezar una nueva vida.

El abuelo casi no participó de las numerosas despedidas que nos hicieron, yo lo veía muy triste y eso me entristecía a mi también.

No comprendí hasta muchos años después, cuán definitiva sería nuestra separación. No quiso participar de los últimos momentos juntos y se quedó mirándonos partir desde el balcón de la sala.

Al subir al tren, ahora para nuestra partida, me aislé de todo. No quería que la charla de los mayores perturbara mi tristeza. No podía dejar de pensar en el abuelo y no comprendía por qué no estaba con nosotros.

Es cierto que también estaba orgullosa de mi viaje. Me había despedido de mis amiguitos sintiéndome muy importante por viajar a América. Ahora, tantos años después, me pregunto qué habrá sido de ellos.

Cuando los parientes se bajaron en aquella estación ya conocida, quedamos mi hermano, mi madre y yo.

Ahora sí, estábamos completamente solos.

Nuestro viaje empezaba de verdad.

Cada uno buscó con quién hablar y se formaron grupos según las simpatías y afinidades. Se brindaron consejos, informaciones. Trataron de ayudarse mutuamente.

Mi mamá se hizo amiga de un matrimonio que también viajaba a Buenos Aires. Tenían un hijo de mi edad, pero no nos hicimos amigos. Él era muy distinto a nosotros.

Los nuevos conocidos tenían experiencia. Este viaje lo hacían de regreso a América. Los había movido la nostalgia y volvieron al pueblo. Ahora se iban convencidos. Esto no era lo mismo que la Argentina.

Mamá estaba encantada de haber encontrado gente con tanto mundo. Ella sólo había salido para visitar por pocos días a una tía que vivía en Odesa, la gran ciudad y puerto sobre el mar Negro.

Se confió a ellos, estaba preocupada porque no llevaba nuestros papeles en regla para "robar" la frontera. Se rieron porque ellos tampoco los tenían. Todos hablaban de pasar la frontera con cierto temor, pero se daban ánimo unos a otros.

Sin embargo los guardias fueron buenos y todo se arregló.

Pero eso sí, les informaron que antes de salir del país los equipajes serían abiertos y revisados detalladamente. Las cosas nuevas y de valor las confiscarían.

Yo llevo un sacón nuevo, de lutre -dijo mamá alarmada- y los candelabros de la familia también. Rápidamente la valija fue abierta. Sacaron de su funda y se lo puso, el sacón nuevo y guardaron el usado. De ese modo siguió viajando con el lujo que había reservado para América.

Y mientras los mayores hablaban incansables contándose sus vidas, ya que se transformaban en hermanos de viaje para siempre, mi hermano y yo, tomados de la mano, recorríamos una y otra vez el vagón. La gente, roto el hielo inicial, abría las valijas y mostraba los tesoros que portaban, contando las historias de los mismos.

Mi madre, junto con el abrigo sacó a relucir los candelabros de mi abuela. Los había recibido de regalo el día de su boda y yo sabía desde siempre, que algún día serían míos.

Eso me llenaba de orgullo y alegría.

Una señora llevaba a América un frasco de póvdl, el riquísimo dulce de ciruelas famoso en toda la región. Lo había puesto sobre el porta equipajes y el movimiento del tren, sumado a lo precario de su cierre, hicieron que el dulce se escurriera y empezara a deslizarse suave y lentamente por la pared del vagón.

Mi hermano me tocó el brazo y con los ojos brillantes me mostró lo que pasaba. Nos quedamos los dos parados, mirando fascinados. Después dimos la vuelta para reírnos a gusto. Más de uno se habrá llenado la ropa de póvdl.

En ese viaje nos hicimos muy amigos con mi hermano. En casa no lo habíamos sido tanto, porque él era mayor.

Me llevaba dos años y sus amigos eran de su edad, pero ahora, frente al cambiante y desconocido mundo que nos rodeaba, nos aferrábamos el uno al otro, sintiéndonos más fuertes y seguros.

A ratos nos sentábamos a mirar por la ventanilla el paisaje que pasaba tan velozmente. A veces un campesino dejaba sus labores y saludaba con la mano en alto. Nosotros también lo saludábamos y ya había pasado. Las casitas de los labriegos, con sus chimeneas humeantes, que aseguraban calor y abrigo para la gente, también quedaron atrás y cada vez se veían más chiquitas, hasta desaparecer del todo. Eso nos hacía recordar la cocina de nuestra casa y nos quedábamos pensando que allá estarían los nuestros, abrigados a su amparo.

A la noche nos acurrucamos junto a mamá. Me pareció que recién me había dormido cuando nos despertó. Ya era otra vez de día.

Lo más grave era el cambio de trenes. El nuestro llegaba hasta la frontera y allí debíamos abordar uno nuevo. Era una pena. Ya estábamos acostumbrados a éste, a pesar de que el frío se colaba por las ventanillas.

Una vez más la experiencia de los otros aleccionó a mi madre. Le dijeron cómo debía actuar en el momento preciso.

Ella se volvió a nosotros y nos explicó lo que iba a pasar. Nos indicó que se adelantaría con las valijas en sus manos, para subir al nuevo tren y nosotros debíamos seguida sin perderla de vista. No debíamos tener miedo. Todo iba a salir bien.

A pesar de sus advertencias, nos sentimos aterrados. Ella iba a ir con las valijas hasta el próximo tren ¡Sin llevamos de la mano!

Al fin nos detuvimos y bajamos todos. Mamá que era joven y fuerte, cargó con las dos valijas y nos dio algún paquete. Así encaró hacia el tren que aguardaba, sin dejar de llamarnos todo el tiempo.

Nosotros corríamos detrás, pero había mucha gente que se interponía y nos iba alejando de ella. Su voz se escuchaba cada vez más distante.

Los minutos eran escasos.

La hora de la partida se acercaba y la locomotora envuelta en nubes de vapor semejaba un monstruo enorme que podría devorarnos.

Dejamos de verla y sólo nos unía su voz, cada vez más débil, que trataba de guiarnos, hasta que no la oímos más. Estábamos atrapados por la masa humana que casi nos asfixiaba. Grité "mamá" con todas mis fuerzas y apareció en lo alto de la plataforma. Había conseguido subir y nos buscaba.

Al no vernos se desesperó. El silbato de la locomotora anunciaba la inminencia de la partida. Mi mamá pareció enloquecer y gritó con su alma "mis hijos, no tengo mis hijos" Su voz galvanizó la masa, la perforó como una espada y la convirtió de nuevo en seres humanos.

Dejaron de empujarse para subir, bajaron sus ojos y en sus idiomas nos llamaron, "kinder", "copii" y de otras formas que no recuerdo.

Nos levantaron y de brazo en brazo nos fueron pasando por encima de sus cabezas hasta dejarnos junto a esa madre que con su grito desgarrante los había despertado a su propia humanidad.

El tren arrancó, no teníamos fuerzas para entrar al vagón. Llorábamos abrazados a ella, que trataba de consolarnos.

En el andén quedó mucha gente esperando el próximo, pero para nosotros el viaje continuaba.